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Arturo Jauretche La pituitaria memoriosa |
| Fuente: La Opinión cultural, domingo 24 de diciembre de 1972 |
A los 70 años de edad, luego de una
intensa actividad política, periodística y ensayística, Arturo
Jauretche decidió hilvanar los muchos recuerdos que atesora: el
recorrido comienza con el siglo, el 13 de noviembre de 1901, en el
pueblo de la provincia de Buenos Aires donde nació, Lincoln. Además de El Plan Prebisch, Los Profetas del odio, Forja y la Década y El Medio Pelo en la Sociedad Argentina (algunos
libros suyos que en la última década han encontrado un nuevo público,
que agota frecuentemente sus nuevas ediciones) Jauretche conservó sus
hábitos de gran conversador: charlas, conferencias, reportajes probaron
su locuacidad y recogieron las situaciones que presenció o protagonizó
y que, habitualmente, tienen algún punto de contacto con la historia
cotidiana de la Argentina.
La primera parte de esos relatos llega ahora al libro, titulado De Memoria,
que la Editorial Peña Lillo distribuye esta semana en Buenos Aires. Es
necesario, sin embargo, hacer algunas anotaciones sobre los orígenes y
características de este volumen “Supongo que hay una altura de la vida
–dijo el autor a La Opinión- en que se siente el deseo de
recapitularla. Lo que uno ha vivido y visto da, a través del tiempo,
una versión en cierto modo novelada de lo que fue. En el prólogo aclaro
que si éstas no son memorias, tampoco son testimonios, que están
recogidos de otros trabajos míos. He querido explicar en este primer
tomo (De Memoria) el mundo en que nací y formé mi primera
personalidad. Y lo digo así porque se me ocurre –mirando hacia atrás-
que vamos dejando una estructura, que no es sólo corporal, como dejan
las víboras a su cáscara. Eso sí, espero que este libro no sea cáscara
endurecida y quebradiza, espero que la vida siga en él, para que lleve
las imágenes de las cosas que fueron y cómo fueron, cosa que no puede
llevar la verdadera historia, limitada en sus posibilidades vitales por
el dato preciso y la fecha lineal”.
Queda claro, entonces que la visión que alimenta estas
historias es aquella ambiental, viva, en la que operaron los
acontecimientos. No siendo un testimonio lineal, De Memoria tampoco
es estrictamente una autobiografía: Jauretche sostiene que éstas las
escriben “los personajes de importancia, o sus ayudantes de cámara” y
su eje suele ser el propio memorioso, en torno del cual giran otros
hombres y los acontecimientos, para demostrar que el autor ha sido
“alguien”. En este caso se ha utilizado el enfoque inverso: quien
cuenta no es el centro del relato sino –casi- un espectador, claro que
sensible y ávido.
“He tratado –adelantó el autor de Manual de Zonceras Argentinas- de
hacer una cosa que ya resulta difícil de alcanzar según los modos
tradicionales: incorporar la tradición, que fue oral, a las letras.
Pues el futuro, con la desaparición del hogar patriarcal, las
migraciones y los medios masivos de comunicación, ha cerrado la
posibilidad de esa transmisión oral. Todavía yo alcancé algo de ella. Y
mis recuerdos son, a su vez, tradición oral para quien los lea. Creo
–además- que mi modo de escribir es propicio e intenta suscitar otros
trabajos en los que se reviva ese lenguaje coloquial que hemos perdido:
el de Sarmiento y el de Mansilla, para hablar sólo de los grandes, y
que daba una filosofía a la literatura de la época, como tan
acertadamente lo señaló Ramón Doll, inolvidado que escribía en este estilo”.
Esta obra ha sido pensada para ocupar tres tomos: este primero, que acaba de terminar, se titula Pantalones cortos y
abarca desde su nacimiento –con menciones previas a esa fecha sobre
cosas que Jauretche ha oído en su niñez- hasta los umbrales de la
adolescencia. El que le seguirá habrá de llamarse, probablemente, Los años mozos y comprenderá tres capítulos: Verde, Pintón y Maduro. Su
autor calcula que llegará hasta el año 1946. ‘Quedará otro –el
tercero- para el país nuevo que empieza allí cuyo nombre, tan aleatorio
es que lo escriba, no me atrevo a imaginar’, señala. La manera en que
fue escrito De Memoria responde a la respiración que empujó los
recuerdos: “Muchas cosas las tenía escritas –versos, cuentos-; fui
rellenando huecos y centrándome en aquello que más me impresionó en la
infancia; eran cosas vistas, pero en gran parte oídas y aquí hice de
receptáculo de tradiciones orales”, explica Jauretche.
Desde esta actitud, colocado al margen o protagonizando
el relato en la medida en que se necesitaba para hacer comprensible la
visión, ha crecido el primer tomo. En estas páginas se adelantan
algunas de sus partes: pertenecen a zonas de sus quince capítulos, que
están estructuradas –a su vez- por una suma de misceláneas, cuentos,
poemas, historias breves, apuntes, observaciones. Ese tejido de
pequeñas pinceladas presenta al pueblo de Lincoln donde Jauretche
nació, muestra a su gente, palpita la vida en una zona de frontera.
Revela, además, la formación de un chico normalista, “atribulado de
civilización y barbarie, lleno de dudas ante la realidad que veía,
reticente” y su consecuente dicotomía. Era Jauretche con pantalones
cortos, antes de descubrir dónde estaba verdaderamente la barbarie.
Esto ocurría en mis primeros años cuando ya la galera
estaba en decadencia; desde el ’93 llegaba el ferrocarril al pueblo y
el Pacífico tendía su línea paralela por Vedia hacia Cuyo. La galera
que recuerdo era la última y restaba como enlace entre las dos líneas
férreas; para “los grandes” era sólo una muestra vergonzante de las que
venían de Chivilcoy, por Chacabuco y Junín, y llegaban hasta Fuerte
Gainza ya en el Meridiano V. límite con La Pampa; o del Bragado,
pasando por Los Toldos de Coliqueo para arribar al pueblo.
Pertenecían a un ayer –de no más de diez o doce años atrás-
que parecía remoto pues se vinculaba con el origen ya deliberadamente
olvidado del pueblo.
Fuera del novedoso ferrocarril –aún había gente que se
asombraba al verlo y se iba a la estación a la llegada de los trenes en
un paseo de ritual- todos los medios de transporte dependían de la
tracción a sangre.
Estaban los breakes o breques –y una o dos victorias-,
negros y descoloridos, que hacían de coches de plaza, parados horas y
horas a la sombra de los paraísos, frente al Correo y el Club Social,
contrastando con los lustrosos y generalmente de colores alegres, que
venían de las estancias; mayor era el contraste de los mancarrones de
los primeros con las yuntas de raza y de un solo pelo que tiraban de
los segundos. Había los carros de dos ruedas y altas barandas de los
pasteros y los hornos de ladrillos, y grandes chatas de cuatro ruedas y
de numerosos animales de relevo y una comitiva de perros toreadores;
allí cargaban los fardos de pasto y las bolsas de cereales. Más chicos
eran los vagones de cuatro ruedas que se ocupaban de los transportes
varios de las estancias o de las casas de “ramos generales”. Americanas,
sulkies y charrets completaban los rodados.
Poco compleja era la sabiduría de los chicos en materia de
vehículos. Pienso en los de ahora que de oído conocen el número de
revoluciones del motor y si me apuran saben el nombre del propietario,
como conocen las intimidades del coche de carrera que pasa raudo, casi
invisible, “visto” y siguen “viendo” con el oído. También saben
cualquier cosa de aviones y están incitados en cohetería espacial.
El misterio de un coche a sangre se agotaba rápidamente:
rueda, buje, llanta, rayos, eje, elástico varas, lanza…. Y muy poco más.
Pero en cambio se sabía de caballos: y los de montar y de los otros… Y
esto era de nunca acabar empezando por los pelos; también se sabía de
aperos, herrajes, marcas.
El primer automóvil que vi en mis pagos, más tarde, fue el
Mercedes colorado, enorme, a cadena adornado profusamente con bronces
lustrosos –faroles, bocinas y muchas cosas más- de los Berrutti Viñas,
estancieros de la zona. Esto ocurrió en General Pinto, mucho después de
la galera, en casa de mis primeros, estábamos con la madre, mi tía
Ceferina, cuando vimos aparecer a uno de ellos –tendría de diez a once
años- que venía lonja y lonja sobre el petiso; se tiró junto a nosotros
con el cuerito que le servía de montura pegado a los fundillos
gritando: “¡Mama, mama! ¡El tren se ha salido de la vía y se viene para
acá!
Y se vino nomás, porque enseguida pasó el Mercedes. Y no
era mucha exageración lo de compararlo con el tren, como que esto
ocurrió entre 1909 o 1910 y alcancé a ver ese mismo automóvil en 1918,
llevando dieciséis votantes un día de elecciones. Era grande de verdad.
***
Mi pueblo nació en el centro de otro arco, a su vez
centrado en Junín, pero no trazado por el río. Era una línea de
fortines, más tierra adentro, adonde apuntaba la comba.
Del Bragado, a oeste, se aferraba por una de sus puntas la
Tapera de Díaz, con la tribu de Coliqueo, que había estado en Cepeda
con Urquiza y en Pavón con Mitre. (¿Cómo supo Coliqueo quién ganaba?
¿Pálpito de indio? ¿Más tabaco? ¿Más yeguas? No me vayan a decir que
era masón y le avisaron, porque hay que ser revisionistas, pero no
tanto). Mitre le dio tierras, donde su tribu se asentó pacíficamente;
todavía andan los descendientes peleando por el título. Pero los
avenegras son otros indios y otros malones.
Al sur de Lincoln, cinco o seis leguas, escalonados,
corrían los fortines El Triunfo y Vigilancia; al oeste, en Ancalú
Grande el Fuerte General Lavalle o Lavalle Norte como lo he oído llamar
a mi padre y a otros de los antiguos. Hoy es General Pinto. Este era
fuerte, no fortín, con destacamento y población a su medida. (Allí hay
un médano, próximo a donde estaba el fuerte para arrimarse al agua, que
se junta en la base de los médanos; es agua dulce, de lluvia y bien
filtrada por la arena).
En ese médano jugábamos con nuestros primos, y combatíamos
con las espadas de madera y los escudos de tapas de latas de Kerosene.
Éramos Sandokán y Yánez; D’Artagnan, AThos, Porthos, Aramis, o Búfalo
Bill, y comanches, pawnees, sioux, porque sólo los poquitos que
veníamos de los primeros pobladores habíamos oído memorias de
ranqueles. Vaya a saber si esas osamentas que encontrábamos cuando el
viento movía el médano, eran de ranqueles, gauchos, gringos o milicos!
Más al norte de Fuerte General Lavalle, el fortín Ancalú -¿Ancalú
chico?- completaba la media luna, en cuyo centro se pobló Lincoln.
La ley quería que el pueblo se fundara en otra parte, pero
se fundó allí porque allí estaba el pueblo; es decir, la casa de
comercio, adonde llegaban carros y carretas. Tal vez el rancho de la
primera médica, y otros de reseros o domadores, que no eran mensuales.
Llegaban también los carros y las volantas de las primeras estancias en
tierras de concesión, y a caballo, los gauchos asentados en tierras de
nadie, con sus pequeñas tropillas de casi baguales y unas pocas vacas y
ovejas, y los indios con plumas y cueritos para vender. Y ese almacén y
otros que le siguieron fueron “la esquina” y en ésta las fiestas con
taba, cuadreras y sortija de día, y monte por las noches. Es fama que
en esas ocasiones las chinas amasaban pasteles y empanadas sobre la
tabla de muslo arremangándose las polleras. Yo no lo alcancé a ver por
más que curioso solía meterme en las ruedas que hacen las paisanas para
remediar públicamente sus necesidades. También “la esquina” era fonda
para alguno que dejaba la diligencia, la galera, cuando la hubo –una
lata de sardinas, salame, queso y dulce; en ocasiones chorizos y huevos
fritos-.
La población la hicieron esos comerciantes y los gauchos
que levantaban ranchos de chorizo, los que cortaron ladrillos, los que
cavaron zanjas para cercar y armaron corrales, domaron potros,
aquerenciaron rodeos, abrieron jagüeles y huellas, amansaron vacas para
el ordeñe, se ayudaron en peligros comunes, pelearon con los indios y
entre ellos; bolichearon, comprando y vendiendo a indios y blancos,
acopiando sebo, cueros, cerdas, todo eso que se llama productos del
país y muchas cosas que no lo eran, sin averiguar cómo las tenía el
indio o el gaucho alzado, y vendiendo las que llegaban de Europa, como
los aperos y los ponchos ordinarios, las herramientas de trabajo, las
chapas canaletas y las barricas de tierra romana y también los ponchos
finos que eran del país, como el azúcar y los tercios de yerba que
llegaban del Paraguay.
Ya era pueblo de hecho cuando vino el agrimensor para
fundarlo. En el caso de Lincoln, lo oficial es como la partida del
Registro Civil; sucedió al parto. El agrimensor cayó con su teodolito,
empezó a plantar estacas y banderas; miró a la gente, apuntando
distintas direcciones, y fue diciendo los números y anotando en un
papel. Repitió esta operación muchas veces, unas de cortos tiros; otras
en tiros de leguas. Y así la tierra de nadie, o de todos, se fue
convirtiendo en lotes que serían para alguien.
Era como una brujería. Así la veían los indios y los
gauchos alzados que se entreveraron con las leguas en ese desierto; lo
habían dominado bajo las patas de los caballos y se les iba bajo el
trípode del teodolito.
Ebelot refiere que indios y gauchos odiaban al teodolito.
Ellos no entenderían seguramente, esa brujería del aparato, y menos
sabrían de senos y cosenos, pero conocían los efectos de las mensuras
ya que poco después la tierra era adjudicada y los ocupantes estables
resultaban intrusos, pues los nuevos titulares iban haciendo suya la
pampa de todos. Juan Manuel Montes me ha referido que no hace aún
quince años en Characato –sierras de Córdoba- estaba rectificando una
línea, para un camino, cuando apareció una vieja propietaria de la zona
que le apuntaba con una escopeta y señalando el teodolito le dijo:
-“¡Sáqueme de aquí ese aparatito de robar tierras!”.
***
Hace poco se ha instalado, cerca de Buenos Aires, un cine
al aire libre, donde los espectadores entran en automóvil,
reproduciendo un espectáculo que se da en los Estados Unidos. Aquella
avenida Massey, con el telón delante en el medio de la calle –con el
proyector en el balcón ochava de la Municipalidad- cubierta por toda
clase de vehículos ocupados y jinetes pudiera dar el modelo, sin
necesidad de traerlo de afuera, pero lo que no se podrá reproducir es la
espontaneidad comunicativa de las risotadas, de punta a punta de la
móvil platea y de la participación de espectadores, que vivían
intensamente lo que ocurría en la pantalla. Era como niños, mis
paisanos de entonces en el pueblo; pero niños gigantes que hacían los
más duros trabajos durante todo el año y sólo tenían para reír ese
momento de la fiesta patria. Y era de ver cómo se identifican con los
personajes.
Muchos años más adelante he vuelto sobre esta
identificación igual que la infantil, de las gentes simples, con los
personajes de la pantalla o el tablado. He recogido algunas anécdotas
ilustrativas que puedo reproducir porque corresponde a esa simplicidad.
Me contó Pepe Rosas que siendo juez en Santa Fe, cumplía la
recorrida de las comisarías de campaña, ordenada por el Código de
Procedimientos para visitar causados en ellas “demorados” como dicen
ahora.
Cierta vez en Vera le trajeron un paisanito de apelativo
Moreyra que había peleado. Lesiones leves. El comisario le explicó: -No
es mal muchacho pero lo pierde la sangre: es hijo de Juan Moreyra.
Pepe se sonrió y dijo: -Cómo va a ser hijo de Juan Moreyra si tiene apenas 20 años y Moreyra murió hace más de cincuenta.
-No sé, contestó el comisario, pero la madre dice que es hijo de Juan Moreyra.
Ordenó Pepe que la buscara a la madre y la trajeron. Y ésta explicó:
-Vea, señor juez. Los otros dos muchachos, que son hijos de
un italiano, son juiciosos y trabajadores; Juancito, también es
trabajador, pero pelea. Ha salido al padre- Y aquí afirmó que era hijo
de Juan Moreyra.
Pepe Rosas le contestó: -No puede ser, Moreyra nunca estuvo
aquí y, además no puede ser padre de este muchacho porque murió mucho
antes que éste naciera! La paisana se rechifló y, ladina, dijo: -“Si
usted sabe mejor que la madre quién es el padre…”.
Pepe le buscó la vuelta preguntándole cómo lo había conocido a Juan Moreyra y la paisana lo explicó enseguida.
-Vino con un circo- dijo.
***
Antes o después del “Centenario” (1910) me llevaron a Buenos
Aires. De entonces tengo su olor en la nariz. Sí: Buenos Aires es un
olor. ¿Será que tengo una memoria olfativa como otros la tienen
auditiva o visual?
Tardé bastante en explicarme qué era “el olor de Buenos
Aires”. Estábamos aún en la época de la tracción a sangre y los caballos
bostezan sobre el pavimento llenándolo de bollitos frescos que un
ejército de peones municipales levantaba con sus palas y escobillones,
para echarlos en unos tachos con ruedas. Todavía se los ve, pero son
excepcionales; entonces eran numerosos y muy característicos. Se les
llamaba “Musolinos”. Si bien eran italianos en su casi totalidad, el
apodo, como podría creerse ahora, no provenía del Duce, adolescente que
para esa época era un “tirabombas”. Lo de “Musolinos” venía de un
famoso jefe de bandidos así llamado, que en los alrededores de Roma
había secuestrado algunos turistas ingleses. A su vez los británicos,
que distribuían por el mundo la imagen de una Italia de canzonettas,
mendigos y bandidos, propagaron su fama que se generalizó aquí con el
apodo común a todos los meridionales bigotudos, fumadores de pito o
toscazo, uniformados por la Municipalidad.
Muy de vez en cuando cruzaba un automóvil quemando bencina;
eran coches de gran caja, coupes casi siempre; un imponente personaje
–generalmente hispánico- uniformado, galoneado y de poderosos bigotes
lo conducía; y en la parte de atrás iban “las damas”, de grandes
sombreros, velos o chales y “los caballeros” trajeados de oscuro y con
camisa de plancha y cubiertos con sus oriones o galeritas. Había
también los primeros taxímetros casi exóticos entre las victorias de
plaza con sus coches pintones y compadres a los que sucedieron en la
decadencia, los “Mateos” de galerita”.
Descubrí que el olor porteño era la combinación de dos
productos: el estiércol fresco de los caballos y el de la bencina, que
me hacía desconocer aquél.
No sé si todos seremos memoriosos de pituitaria; de mí sé
que hay otros olores que actúan como ayuda memoria. Así recuerdo uno
que me intrigó durante mucho tiempo: era el olor de los prostíbulos que
mi adolescencia vinculó, ambiguamente, con el olor misterioso del
pecado y el de la medicina preventiva a base de permanganato y pomada
Mescinof. En una ocasión visité a dos viejitas solteronas muy
respetadas y queridas, y me puso incómodo el olor a prostíbulo que se
respiraba. Recién comprendí –ab absurdum- que el olor a prostíbulo
resultaba de la combinación del querosene de la estufa con los polvos y
perfumes baratos lo mismo en la pieza numerada de la pupila que en la
salita recatada de las solteronas.
***
Las edades separaban por tandas a los muchachos del pueblo;
los mayorcitos habían sido “tirados de las patas” por Misia Cornelio
Álvarez, la decana de las partes lugareñas que trabajó justo hasta
terminar el siglo XIX. Yo era de los primeros de doña Jacinta, una
italiana que empezó por el 900 y los más pequeños eran ya de doña
Antonia, mujer relativamente joven. Después comenzaron a intervenir los
médicos y el parto que había sido hasta entonces considerado un hecho
normal como la cosecha de todos los años, empezó a convertirse en una
enfermedad.
Aun el amor marital –y las simples expresiones de ternura-
debían carecer de exhibición; eran cosas íntimas. Al lado de casa vivía
un joven matrimonio porteño y cuando el marido salía para su trabajo
la mujer lo acompañaba hasta la puerta: ahí se besaban.
Era de oír la indignación de mi padre si lo presenciaba;
entraba a casa bufando su protesta, indignado porque “esas cosas no
deben hacerse en público”. Vaya y pase que la mujer besase en público…
¡pero el hombre! Tenía que ser muy poco hombre.
No se trataba de moral; la exhibición era cosa fea,
indecorosa, una debilidad… El amor era eso, una debilidad y lo correcto
era disimularlo.
La actitud de mi padre no obedecía a la pudibundez de la
época. Nunca lo vi besar a mi madre a la que quería entrañablemente,
siendo hombre de una sola mujer, como lo he ido comprendiendo con los
años. Tampoco nos besó mucho a nosotros, y no es que no nos quisiera
pero –y esto es típicamente criollo- consideraba una debilidad la
demostración de los afectos, que era para él cosa de gringos. Tampoco
nunca me felicitó por algún éxito escolar; prefería decir: “¡estarás
acomodado con la maestra!” y daba vuelta la cara enseguida para que no
se le notara la emoción.
El hombre debía tener cara de póker y lo mismo en los
lances de juego, en los lances de la vida había que administrar las
exteriorizaciones de la alegría y el pesar. Recuerdo muy bien que en
1914 o 15 se sacó en la lotería cien mil pesos, que en aquel entonces
eran casi el equivalente3 de 30.000 o 40.000 dólares y en casa, una
barbaridad. Lo contó en la mesa, entre plato y plato, como quien no
dice nada y pronto cortó el tema.
En el fondo todo esto era una compadrada que consistía en no compadrear.
***
La mujer tenía una situación de inferioridad que los chicos
percibíamos, como si ella fuera el punto vulnerable de las familias.
Así era una injuria decir “¡adiós cuñao!” y correspondía
una rápida y correspondía una rápida y agresiva respuesta: “¡por tu
hermana no hay cuidado!”.
Estaba implícito que el “cuñao” suponía una relación de
macho con la hermana del saludado, situación tan ofensiva que sólo se
equilibraba siendo el macho de la hermana del otro.
Pero paralelamente a una idea peyorativa de la mujer había
otra sublimada, exclusiva para la madre, las hermanas, y “la dama de
los pensamientos” de cada macho, que venían a constituir así una
especie de sexo aparte nimbado de virginidad, de una pureza que lo
hacía intocable. Tan intocable que hasta los que no tenían hermanas
eran ofendidas con el “¡Adiós cuñao!”.
No era fácil el contacto de chicos y chicas y cuando empecé
la escuela primaria, éstas, o por lo menos los cursos se separaban por
sexo; en cuarto grado ya estuve en la reciente Escuela Normal, que era
mixta. Con todo las relaciones entre los escolares de dos sexos no
trascendían del colegio ni aun para la confección de los deberes, salvo
parentesco o amistad muy íntima de los padres; los chiquilines se
resistían a andar entre mujeres para no ser acusados de “manfloritas” y
recíprocamente las niñas temían el dicterio de “machonas”.
No tendría yo más de ocho años cuando mi primer amor.
Supongo que mi pasión fue producto de mis lecturas, más que de la
atracción femenina, pues transcurrió como en un caleidoscopio
imaginario en que alternaban castillos medievales, abordajes, rescates y
peleas caballerescas con apasionados monólogos y donde mi personalidad
cambiante pasaba de D’Artagnan a Sandokán y de Ivanhoe a los
personajes de Fenimore Cooper. Nunca le hablé y ni siquiera recuerdo
que me mirase pues las miradas de las chiquilinas son siempre para
arriba, dirigidas a los muchachos ya mayores.
Uno de estos era el objeto de mis celos. Creo que era primo
lejano de la dama de mis sueños y yo lo adornaba con todas las
aptitudes de Don Juan, tanto, que años después, cuando lo conocí, ya
hombres los dos, no me podía convencer de que ese papafritas que tenía
delante era el “galán” irresistible que yo había supuesto.
Mis celos eran compartidos por Adolfo Castiglione, con
quien habíamos constituido una especie de sociedad de lágrima y
desconsuelo. Adolfo amaba a la misma niña que yo con idéntico resultado
y el común infortunio nos había llevado a fraternizar de confidencia
en confidencia. No había celos entre nosotros y estábamos los dos
generosamente dispuestos a celebrar como propio cualquier éxito del
otro. Pero no hubo oportunidad.
Nuestra amada vivía un poco lejos del centro del pueblo; y
todos los días Adolfo me alzaba en la volanta del hotel de su padre
cuando llevaba la ropa para lavar en las chacras y le hacíamos “la
pasada” a la ingrata por la puerta de calle, de lo que pareció no
enterarse nunca.
“La pasada” es una institución amorosa pueblerina; el
asomarse de la festejada y saludar implica una casi aceptación del
cortejo; en cambio dar la espalda bruscamente, justo al producirse el
enfrentamiento, es uno de los golpes más fuertes que puede asestarse a
un pretendiente, más fuerte aun que los materiales que sabían dar los
“hermanitos” de la dama.
***
De más éxito que la nuestra era la pasada que hacían en
General Pinto el “Petiso González”, hijo del dueño de la empresa de
pompas fúnebres local, que además era ya mozo en edad de pretender y no
“mocosito” como cien las chiquilinas de los chicos de la misma edad.
La novia vivía por el lado del Cementerio, circunstancia
que “El Petiso” aprovechaba para tomar las riendas de la carroza una
vez que ésta se aliviaba del duelo y volver al corralón pero desviando
el camino para hacerle “la pasada” a su pretendida. Quedó famoso; la
presencia del fúnebre, con los plumeros agitados por el viento y el
brioso trote de los negros percherones, gozaba de la aprobación unánime
de los vecinos que se volcaban a la calle para estimularla. Ella desde
el balcón saludaba al “Petiso” con la mejor de sus sonrisas, mientras
se oía el estrépito de la puerta de calle cerrada violentamente por sus
hermanas que parecían no compartir la general satisfacción.
Volviendo a mi primer amor; no recuerdo cómo se extinguió,
ni tampoco cómo se liquidó aquella sociedad con Adolfo, pero debe haber
sido en buenos términos porque no hubo nunca dividendos que repartir
–que son los que perjudican la ‘”aecto societatis”, como decimos los
abogados.
Todos mis amores, que deben haber sido dos o tres más, en
la niñez, en la pubertad y aun en la adolescencia, con mayor o menor
fortuna nunca pasaban de miraditas –digamos mejor largas miradas-
porque todos adolecieron de la misma característica en la que
seguramente era yo el culpable y no las niñas: la excesiva
idealización.
Era aquello que el vulgo llamaba “amor platónico” desde luego sin saber filosofía y mucho menos quién era Platón.
¿Romanticismo?
En realidad había una dicotomía que empezaba en aquel
desdoblamiento entre dos órdenes de mujeres; todas, el sexo en conjunto
que era considerado en menos y las idealizadas, casi inaccesibles por
superiores. Así “la mujer amada” en esa idealización no podía ser
rozada ni siquiera por la sospecha de un apetito material.
Pero donde existía verdaderamente una dicotomía que yo
distinguía confusamente, era en el orden social, a pesar del carácter
democrático e igualitario de aquella sociedad pueblerina de que se habla
más adelante. El chiquilín no podía percibirlo de una manera muy
concreta pero notaba la distinta consideración para las “señoras” y
“señoritas” y las mujeres del rancherío de las orillas como si el
juicio peyorativo para el sexo se agravara cuando la condición social
era aquella de donde salían las muchachas del servicio doméstico y
también –tempranamente lo supimos- las que alimentaban el clandestinaje
y las actividades de las celestinas. Sin embargo, debo señalar que se
estaba muy lejos del frecuente hábito en algunas viejas ciudades
provincianas de tener chinitas en el segundo patio, “para que los
muchachos no anden por ahí” de lo que suelen jactarse respetables
matronas que viven elogiando las costumbres tradicionales, cuando los
jóvenes eran respetuosos con las niñas. Una anécdota ilustrará sobre
esta dicotomía social que se ha señalado y los supuestos culturales,
además de los sociales en que descansaba.
Don Nicolás Fernández, comerciante del pueblo, hizo un
viaje a Buenos Aires, por allá, antes del Centenario. A la vuelta en el
Club y en presencia de su médico contó una aventura galante que había
tenido con una francesita de un café-concert. Pocos días después debió
ver al médico y éste le diagnosticó una enfermedad secreta, de las
menores.
-“¡Imposible, doctor! –dijo don Nicolás-. Si yo sólo tengo relaciones con mi mujer!”
Entonces el médico le recordó su reciente aventura en el viaje a buenos Aires. Y Don Nicolás exclamó:
-“¡Pero si ésa era una señorita de sombrero!...”.
El hombre no podía vincular las enfermedades venéreas con
el uso del sombrero que suponía un signo de status incompatible con las
purgaciones.
***
El radicalismo como fuerza, vino después y fue arrollador.
Hacia 1912, se formó una Liga Comunal, originada en la resistencia a
una ordenanza impositiva, pero pronto se le vieron las patas a la sota y
asomó la UCR. En 1914, los radicales celebraron con 100 bombas la
victoria en Córdoba. En 1916 si bien los radicales ganaron la
presidencia perdieron en Lincoln, por muy escaso margen y para aplastar
a esos radicales los conservadores tiraron tres mil; una verdadera
guerra de artificio. ¡Pero no les valieron! La ola los barrió y,
además, ya no tenían los viejos dirigentes de principios de siglo.
Ya en 1912, yo lo notaba en la escuela. A pesar de mis once
años era conservador, como mi padre, y era una minoría de uno en el
grado, pues todos los chiquilines eran radicales y se me hacía duro
aguantar la presión aplastante de la mayoría cargadora. Y aquí tengo un
recuerdo para algún psicoanalista.
A los once o doce años yo creía que mi padre –idea común en los chicos de esa edad- era el hombre más valiente del mundo.
Un domingo hubo una gran manifestación radical; una columna
de caballería venía al frente, con los jinetes de gorra blanca; la
comandaba un doctor Urquiza, relativamente nuevo en el pueblo y que era
la cabeza más visible de los radicales, quienes le acreditaban un
valor fabuloso. La caballería se detuvo por un momento ante el comité
conservador, donde los vacunos, de gorra colorada, se alineaban en la
vereda; se produjo un pequeño suspenso, caracolearon algunos caballos y
se oyeron vivas de los dos bandos, con el riesgo consiguiente, pues
los dos grupos estaban armados como era de práctica. Afortunadamente,
Urquiza ordenó seguir y no ocurrió nada.
El lunes, el recreo de la escuela hervía en comentarios y
yo era el candidato de las burlas y bromas de los otros chicos. Me
decían: “Urquiza les tuvo lástima a los orejudos. ¡Que si no!”
Yo que, como ya he dicho, tenía ideas propias sobre el valor de mi padre, le contesté a uno:
-“Mejor para Urquiza, porque mi viejo ya lo tenía encañonado y lo iba a voltear!
¡Para qué lo habré dicho! Allí fue la broma y la risa:
¡Pedro Jauretche volteándolo a Urquiza…! ¡Urquiza nada menos! Porque la
verdad es que a las cualidades propias del médico los muchachos le
sumaban toda la leyenda del apellido que entonces no se discutía, pues
Grosso era la verdad revelada.
Quedé desolado. En lo ridículo que la idea les pareció a
mis compañeros, tan siquiera un cotejo de “capacidad” –así se decía- de
hombre, de mi padre y de Urquiza; el viejo se me derrumbó de golpe. Me
sentí indefenso con mi “crédito” deshecho y, al mismo tiempo, vejado
por los que se habían reído de mí y de mi padre.
Eso pasó, y mi padre no perdió nada en mi consideración;
tal vez lo recoloqué en una posición no tan alta como antes pero
siempre respetable.
Ahora viene lo que me hace pensar en el psicoanálisis; es
que todavía me ocurre –de la última vez, no hacen diez noches- que al
despertarme a altas horas, entredormido, me salta este recuerdo y sufro
como de chico la humillación y el bochorno que entonces sentí.
***
Antes he hablado de ese lugar non sancto adonde los
gallegos de La Cantera iba en fila india la noche del domingo, estoy
hablando de “el Colorado” y “el Blanco”.
Tenían ambos –situados uno frente al otro- un barrio
propio, que empezó por dos o tres boliches donde se tomaban unas copas,
para llegar entonados al prostíbulo y se dejaban las armas, pro si el
vigilante de guardia palpaba. Adentro, cuando los conocí –ya de
pantalón largo- los dos repetían el mismo salón con sus bancos adosados
a las paredes. (En esto no se parecían en nada a los fastuosos
cabarets que se ven en los westerns). Las mujeres entraban y salían del
salón con su pareja y la “madama “seguía con ojos vivaces el
movimiento para que no “le metieran la mula” con algún “garrón” y para
evitar las picardías que tramaban los mozos conocidos del pueblo, con
fama de calaveras. En el “Blanco” había un viejo órgano al que un
organillero manco le daba y le daba con dos tangos: El Once y Jueves.
En ocasiones permitía bailar hasta con cortes, pese a la seriedad del
establecimiento, como decía. (Ahora que digo tango, me salvo de que se
me quedara en el tintero nada menos que Gardel).
Por 1912 o 13 oí al dúo Gardel-Razzano. Cantó en el
cine-bar San Martín de Lincoln, donde se alteraban las visitas “con
consumición obligatoria” con los números de variedades. En ese tiempo
la pareja andaba tan tirada que pasaba los sombreros entre el público
para recoger su contribución. ¡Y que no me lo venga a discutir alguno
de esos “viudos de Carlitos” que andan por ahí, porque esto me lo contó
Razzano confirmándome, de viejo, lo que yo vi de chico!
Volvamos al “queco”, como le decíamos para hacernos los
cancheros. El personaje del queco era el cafishio, una especie de doble
hombre; hombre porque se imponía a la mujer y hombre porque para
conservarla tenía que imponerse a otros hombres: los del gremio. Ya de
chiquilines sabíamos de su existencia porque no los mostraban sus
admiradores infantiles cuando pasaban por las calles del pueblo,
compadrones, vestidos a la moda juninera. Junín se destacaba en esa
época por dos cosas tan opuestas como los cafishios y el gremialismo de
los ferroviarios, por los talleres del Ferrocarril Pacífico. Estos
constituían la única organización obrera fuerte de la zona.
Esta moda era así: chambergo de copa alta de color clarito,
con cinta más oscura, que llevaba una fila de botones del color del
chambergo sobre el lado izquierdo; la doble afeitada como era de rigor
en un “caralisa” y el pañuelo de seda de muchos “momes”, armado en
galleta, al cuello. Usaban saquito corto apretado a las caderas,
chaleco de fantasía y pantalón con una campana sobre el pie; calzaban
botín –no zapatos- de taco alto, de color con la capellada más clara
–cuero o paño, indistintamente- y no cerrados por cordones, sino por
una botonadura similar a la de la cinta del sombrero. Estos botines
eran largos, puntiagudos y angostitos y obligaban a caminar como pisando
huevos, poniendo el taco de un pie casi encima de la punta del otro lo
que provocaba un balanceo que reforzaba la personalidad del hombre.
Del “pansón” decían en Rosario, pero esto lo aprendí después.
La cintura se ceñía con un buen cinturón de cuero pero
sobre él iba una faja de lana de color azul o rojo que el chaleco
escondía; además de reducir el vientre y contribuir a la figura,
facilitaba la colocación del revólver de seis tiros y la daga,
imprescindibles.
Esa era la pinta. Después los hechos decían si se podía sostener.
En mi pueblo hubo dos famosos: “Los Pájaros” hijos de una vieja
celestina que decían fue muy buena moza en su juventud, cuando los
tuvo. A ella le decían “La Pájara” y de ahí el apodo de sus hijitos.
El mayor, muy alto y delgado, se llamaba Bustamante –y lo tengo por
hijo de un pariente lejano mío, que tampoco era de arriar con las
riendas, y por eso escondió su apellido bajo el que le quedó al
Pájaro-; el otro, más bajo –y que hacía de segundo al Pájaro Grande”-
se llamaba Zárate y era algo achinado. A los dos los mató la partida,
pero después de muchas fechorías. |
| Fuente: www.elhistoriador.com.ar |
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